Como cada año, cuando se aproximan los exámenes de junio la Biblioteca revienta. Literalmente revienta de ciudadanos que hacen uso de sus patéticas instalaciones: lo de patético lo comprobarán cuando apriete la calor y se tengan que abrir las ventanas para que los usuarios no mueran asfixiados, al precio, eso sí, de deleitarse con la música de los cientos de vehículos que sólo dejan de pasar por delante de la asfaltada lonja del Hospital de Santiago cuando hay conciertos (para gente fina) en el patio central. Mientras tanto (y a la espera de que lleguen los días plenos de cultura en que las escuelas de danza de la ciudad toman el Hospital de Santiago) adolescentes machacados por la LOGSE, bachilleres en puertas de la Selectividad, universitarios que todavía piensan que tras el título les espera un futuro mejor y varios opositores siguen amontonándose alrededor de las viejas mesas de la Biblioteca.
Puede que nadie se preocupe de arreglar este espacio que debiera ser sagrado, porque allí se va a estudiar y a leer, porque allí hay silencio o, como mucho, la algarabía propia de una edad en la que está intacta la esperanza. Tendremos que esperar a que los ciudadanos ilustrados que visitan cada día la Biblioteca paseen corbatas y visones o taconeen sobre las mesas donde ahora apoyan los codos, para que se dignifique la Biblioteca.
Puede que nadie se preocupe de arreglar este espacio que debiera ser sagrado, porque allí se va a estudiar y a leer, porque allí hay silencio o, como mucho, la algarabía propia de una edad en la que está intacta la esperanza. Tendremos que esperar a que los ciudadanos ilustrados que visitan cada día la Biblioteca paseen corbatas y visones o taconeen sobre las mesas donde ahora apoyan los codos, para que se dignifique la Biblioteca.
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